Jueves, 11 de mayo de 2023
El futuro de las ciudades debe figurar en un lugar preferencial de las agendas políticas, inversoras y empresariales sobre emergencia climática, junto a un apéndice que incluya un extenso abanico de alianzas público-privadas que posibilite que los replanteamientos urbanísticos y las iniciativas sostenibles caminen de la mano de la vanguardia tecnológica en el rediseño de espacios urbanos sin huellas de carbono. Todo un desafío, para el que se requiere un giro conceptual copernicano en el modo de concebir las ciudades, es decir, un cambio de paradigma urbanístico en toda regla.
El ciclo de negocios post-Covid, ha reservado aún fuerzas para estimular la reconversión de las ciudades. Hasta el punto de ser capaz de engendrar un espíritu reformista sin parangón —y con un marcado carácter innovador— en el que se conjuga la ambición de mejorar la calidad de vida de sus residentes con la creación de un clima de coexistencia pacífica entre negocio y sostenibilidad.
Pero, sobre todo, los procesos de transformación urbana han puesto en marcha nuevos hábitos de movilidad social, actualizaciones constantes de sus servicios digitales e impulsos denodados por lograr estilos de vida sostenibles.
Los datos son tozudos y confluyen en el reto de que las ciudades se conviertan en laboratorios verdes. En 2050, cuando debe proclamarse la neutralidad energética del planeta, albergarán casi al 70% de la población global y más del 90% de la actividad económica y sus mega-urbes, aquellas con más de 10 millones de habitantes, habrán aumentado su densidad de población en un 35%. En su mayor parte en mercados en desarrollo, augura Naciones Unidas.
La predilección por la vida en las capitales, donde se consumen las dos terceras partes de los flujos energéticos y se generan las tres cuartas partes de los gases de efecto invernadero, obliga a que aceleren sus preparativos contra el cambio climático. Afortunadamente, sus ansias de cambio están justificadas por su elevada vulnerabilidad al calentamiento del planeta. No por casualidad, el 35% de quienes habitan en ellas –alertan en Boston Consulting Group (BCG)–, ya se enfrentan a ofertas de vivienda inasequibles, nueve de cada diez viven bajo estándares sanitarios inferiores a los que aconseja la Organización Mundial del Comercio y hacen frente a unos desorbitantes costes por congestión de tráfico que, sólo en EE. UU., acarrearon una factura superior a los 300.000 millones de dólares en 2017.
Jonathan Woetzel, director del McKinsey Global Institute, enumera varios puntos ineludibles de cualquier agenda sostenible urbana. Esencialmente, la existencia de planes económicos precisos para sus zonas de desarrollo –las futuras y las ya existentes–, proyectos de modernización a varias décadas vista de sus infraestructuras, con métodos de cálculo de Inteligencia Artificial y de otros instrumentos de alta tecnología que evalúen los costes y el tamaño de activos como el agua, la electricidad o la gestión de residuos. En función de la extensión y las características de sus áreas territoriales; entre otras, su densidad poblacional o el censo de agentes productivos que operan en su zona jurisdiccional.
A su juicio, los cambios deben sustentarse en la innovación. De hecho, de forma simultánea a la creación de sus laboratorios verdes deben concebir incubadoras tecnológicas y hubs de negocios con los que ganar competitividad y ofrecer servicios que colmen los deseos y prioridades de sus habitantes, de sus empresas, de sus comunidades y certifiquen sus desafíos sostenibles.
Las ciudades verdes, más habitables y ecológicas, deben configurarse antes como Smart Cities y disponer de respuestas digitales que permitan sortear los nudos de tráfico, dotar a sus vecinos de unas prestaciones sanitarias, académicas y culturales acorde a sus demandas, instaurar unos avances en movilidad que eleven sus estándares de vida, proporcionar y promover un catálogo extenso de medios de transporte colectivos e impulsados por energías renovables o adecuar su stock inmobiliario a una expansión razonable y controlada de sus límites geográficos.
Quizás la mejor carta de presentación de que la urgencia climática se ha instalado en las grandes urbes sea el hecho de que, en 2022, un año marcado por la inestabilidad geopolítica, económica y bursátil, las tres mayores superpotencias económicas —EE. UU., Europa y China— movilizaron 1,1 billones de dólares en inversiones de tecnología medioambiental.
Esta fiebre transformadora urbana es la base predictiva que ha llevado a la Agencia Internacional de la Energía (AIE) a cuadruplicar el negocio de la sostenibilidad al término de esta década, hasta cifrarlo en 5 billones de dólares anuales, y a calcular que atesore 150 billones en 2050. Con una reducción de 16 gigatones de las emisiones de CO2.
“Necesitamos a la administración más cercana al ciudadano para reconstruir la práctica totalidad de las infraestructuras en uso si queremos eliminar los combustibles fósiles y volver a los niveles de CO2 de la era preindustrial”, explican voces empresariales como la de Peter Reinhardt, que vendió en 2020 su compañía de software y ocupa un cargo ejecutivo en Charm Industrial, creada en 2018 y especializada en carburantes de biomasa, tecnología solar y eólica e innovación de baterías. “Todo ello exigirá aún un movimiento tectónico de primer orden”, avisa.
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